¿Has experimentado relaciones difíciles en tu vida? ¿Quizás provocaciones, incomprensión, acusaciones falsas, indirectas, burlas, hipocresía o engaño? Yo sí. No se siente nada bien. ¿Pero sabes qué otra cosa no se siente bien? Cuando lees en la Palabra que debes responder con humildad frente a esas situaciones.
Sí, leíste bien: no se siente bien. Seamos honestas: a nuestra carne le gusta la atención y la autocompasión. Así que cuando alguien se comporta contigo en alguna de estas formas, lo que menos deseas es tener que morir a ti misma para seguir a Cristo… ¿no es cierto?
Sin embargo, en la Palabra leemos muchas veces versos como estos:
- “Amar a Dios significa obedecer sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga difícil de llevar” (1 Jn 5:3 NTV)
- “Sus caminos son caminos agradables y todas sus sendas, paz” (Pr 3:17)
- “Porque mi yugo es fácil y mi carga ligera” (Mt 11:30)
Si esto es así, ¿por qué nos cuesta tanto responder en humildad ante las relaciones difíciles?
Tus ojos en el lugar incorrecto
Los capítulos 1 y 2 de 1 Samuel nos narran la historia de Ana, una mujer que vivió diferentes situaciones difíciles en su vida. Primero leemos que no podía tener hijos (recordarás que en tiempos bíblicos, no tener hijos significaba una afrenta para la mujer hebrea). Por este motivo ella tuvo que soportar la burla de Penina, la otra esposa de su marido (¡Ah! ¡También una relación complicada!), pues Penina sí podía tenerlos. La historia nos cuenta cómo Penina la provocaba amargamente para irritarla.
Cuando nuestras mentes y corazones se contemplan a sí mismos, responder con humildad a las situaciones adversas es una tarea imposible
Además, su marido parecía no comprenderla muy bien. Las palabras que él usa para consolarla no buscaban entender el sentimiento de tristeza de Ana, sino desviar su atención hacia él mismo: “Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué está triste tu corazón? ¿No soy yo para ti mejor que diez hijos?” (v. 8). Como si esto fuera poco, cuando Ana decide ir al templo para orar y derramar su corazón al Señor por su petición, el sacerdote Elí la acusa de estar aparentemente borracha.
¿Cómo respondemos normalmente ante este tipo de situaciones? La narrativa personal de muchas mujeres (sí, también tengo que incluirme) vendría a ser más o menos así:
- “No puedo dejar que Penina pase por encima de mí. Yo soy muy valiosa y merezco respeto. La próxima vez que quiera burlarse de mí, sabrá lo que es una mujer enojada”.
- “Mi marido no me entiende, creo que nunca lo hará. ¡Está tan enfocado en sí mismo! Yo necesito alguien que me sepa escuchar y me dé verdaderas palabras de aliento”.
- “¿Borracha? ¿Dónde se ha visto tanta falta de respeto? ¿Es que acaso Elí no sabe quién soy yo?”.
- “No merezco tantas dificultades. Sé que no soy perfecta, pero no merezco vivir lo que estoy viviendo. Necesito salir de estas relaciones que tanto daño me hacen. ¡Necesito ser feliz!”
¿Qué tienen en común todas estas respuestas? Todas están centradas en el “yo”.
En efecto, el lugar al que corren nuestros ojos suele ser nosotras mismas. Cuando nuestras mentes y corazones se contemplan a sí mismos, responder con humildad a las situaciones adversas es una tarea imposible. El corazón y la mente comenzarán a reclamar sus derechos, buscar su propio placer y desear huir o vengarse de la persona que le está causando daño.
Un único y grandioso motivo
Lejos de las respuestas que dimos arriba, Ana muestra una humildad sorprendente. La Biblia nos deja ver que ella no respondía a las provocaciones de Penina, no le hacía reclamos a su esposo por no entenderla, y ofrece explicaciones al sacerdote Elí con gran respeto. ¿Cómo es que logra desarrollar un carácter tan maduro?
El mismo que nos pide andar en humildad y morir a nosotras mismas, es quien nos provee de salvación, refugio, sabiduría y ayuda
La respuesta a esta pregunta se encuentra en el capítulo 2. Cuando el Señor concede a Ana el tener un hijo, y luego ella lo lleva a la casa del Señor para cumplir su voto de dedicarlo solo a Él, ella adoró al Señor, dejando ver lo que realmente estaba en su corazón. Al leer la oración completa, podemos ver que su motivo para la humildad no era otro que Dios mismo porque Él:
- Ofrece salvación a su pueblo (v. 1)
- Es un Dios santo (v. 2)
- No hay nadie como Él (v. 2)
- Es roca firme para el cristiano (v. 2)
- Es Dios de sabiduría (v. 3)
- Él es juez que pesa las acciones (v. 3)
- Exalta al humilde y humilla al que se enaltece (vv. 4-7)
- Es ayuda para el necesitado (v. 8)
- Guarda a sus santos (v. 9)
¡Qué gran esperanza! El mismo que nos pide andar en humildad y morir a nosotras mismas, es quien nos provee de salvación, refugio, sabiduría y ayuda, ¡todo porque es un Dios que nos ama con amor eterno!
Sí, nuestra falta de humildad es resultado de no poner los ojos en el lugar correcto: en el Señor. En su oración, Ana demuestra que tenía una sola y grandiosa motivación: el Señor mismo y lo que Él ha hecho y hace con su pueblo. Cuando quitamos nuestra mirada de nosotras, para ver quién es Él y lo que ha hecho, tenemos la mayor motivación para andar como Él nos pide, ¡y sus mandamientos ya no son gravosos!
El Señor está trabajando en medio de nuestras dificultades para cumplir su promesa de pacto
¿Lo conocemos lo suficiente para que nuestro amor y confianza estén tan arraigados en Él, que responder en humildad a nuestras circunstancias no sea una carga difícil de llevar?
Un rey ungido y una promesa de pacto
El último versículo de nuestra historia (v. 11) nos deja entrever una razón más para aprender a ser humildes: el Señor está trabajando en medio de nuestras dificultades para cumplir su promesa de pacto, que es ser nuestro Dios y que seamos su pueblo.
Dios usó el dolor de Ana para transformarlo en gozo por el nacimiento de Samuel, el hijo que pidió al Señor en medio de su tristeza. Así el pueblo de Israel pudo tener, después de décadas de fracasos, a un juez justo que lo llevaría a la transición hacia un reino poderoso bajo David y Salomón, donde Dios mismo habitó entre ellos y manifestó su gloria.
Pero hay más: de estos reyes vendría Jesús, el verdadero Rey Ungido, quien con su vida demostró ser santo, roca firme, sabio, juez justo, ayuda y guardador, que exalta a los humildes; y con su muerte ofreció salvación para todo aquel que en cree en Él, haciendo de nosotros su posesión preciada para siempre. ¡Él es nuestro Dios, nosotros su pueblo!
¿Acaso necesitamos una motivación más para andar en humildad como Él nos lo pide?
Oh, Señor, recuérdanos todos los días que si hemos de andar en integridad y humildad, no es por nosotras, sino por ti. En Cristo oramos, Amén.
María Fernanda Agudelo es colombiana, casada con Gabo Ochoa desde el 2009, con quien tiene dos hijos (Emma y Gael). Desde su adolescencia el Señor le ha llevado a servir en diferentes ministerios y hoy lo hace en la conferencia “Transformada” en Colombia y Coalición por el Evangelio. A través de los años ha recibido capacitación con el apoyo del Ministerio para Mujeres de la PCA, Committee on Discipleship Ministries (CDM) y The Gospel Coalition. Junto a su familia, es miembro de la Iglesia Bíblica de la Ciudad, en la ciudad de Barranquilla.